Typesetting
September 2022 in Cinta de moebio
Claves epistemológicas en el enfoque de Charles Taylor para entender otras culturas, parte I
Resumen
El objetivo de este artículo es repensar el tipo de epistemología más adecuada para entender otras culturas. Para ello se acude al enfoque de Charles Taylor. En primer lugar, se analiza la epistemología moderna mediacional y se destacan las deficiencias que comporta para dar razón del vínculo de las personas y las sociedades con el mundo. En segundo lugar, se pone de manifiesto la deficiencia que implica este modelo epistemológico para dar cuenta del entendimiento mutuo entre las personas. Más en concreto, se incide en la deficiencia en términos atomistas y monologistas que dicha imagen representacional comporta a la luz del argumento holístico del trasfondo. Por último, ahondando en el argumento holístico del trasfondo se propone un modelo alternativo de epistemología basada en la concepción del agente encarnado en la cultura. Un modelo que conjuga realidad y pluralidad y se propone superar tanto el realismo clásico como el relativismo.
Introducción. Necesidad de repensar, analizar y mejorar la epistemología para las ciencias sociales
Al comienzo de una de sus últimas obras, Recuperar el realismo, Charles Taylor en coautoría con Hubert Dreyfus inciden en la necesidad de indagar en los presupuestos epistemológicos de una conocida tradición moderna a la que denominan “mediacionalismo” con el objetivo de analizar su alcance y sus limitaciones. Los autores se proponen ir al fondo epistemológico de la cuestión y ver las inmensas implicaciones que comporta dicha tradición en el modo como las personas conciben su propio modo de estar en el mundo y la comprensión de sus formas de vida y también las de otros. Pues algunas formas de estar en el mundo que se dan por naturales son más bien el efecto y la consecuencia de esta cautivadora imagen del mundo. Como una primera aproximación podemos recoger dos pasajes en los que los propios autores definen esta imagen del mundo a la que califican de “mediacional” o “representacional”.
“La realidad que buscamos conocer se encuentra fuera de nuestra mente, mientras que nuestro conocimiento sobre ella está dentro de nosotros. De ese modo el saber dependería de que ciertos estados de la mente representaran de un modo preciso lo que existe fuera de ella. Cuando la representación es correcta y fiable hay conocimiento. Se conocen, pues, las cosas ‘solo a través’ o ‘por medio’ de esos estados internos que llamamos ideas” (Dreyfus y Taylor 2016:21).
“Si tuviera que resumir esta idea en una única fórmula, esta sería la siguiente: el conocimiento ha de considerarse como la correcta representación de una realidad independiente. En su forma original, veía el conocimiento como la imagen interna de una realidad externa” (Taylor 1997:21).
Los autores recogen cuatro rasgos que son característicos en la imagen de la epistemología mediacional o representacional: 1) En primer lugar, el acceso al mundo está mediado por determinadas características que posee nuestra mente u organismo, a las que califican como estructura “solo a través de”. De modo que, “solo es posible la relación epistémica con el mundo por y a través de ideas, categorías o representaciones”. 2) En segundo lugar, “todo nuestro conocimiento puede llegar a ser analizado en elementos claramente definidos y explícitos. Para la variante cartesiano-lockeana, dichos elementos serían las ideas que nosotros mismos hemos elaborado. Para la versión contemporánea más común, son creencias o enunciados de verdad”. 3) En tercer lugar, "nunca podemos ir más allá de estos elementos explícitos y formulados ni tampoco de aquellos dados de forma inmediata si los hubiera”. 4) En cuarto lugar, “se encuentra lo que hemos llamado ‘clasificación dualista’, o sea, la distinción entre lo mental y lo físico” (Dreyfus y Taylor 2016:33-34).
El enfoque mediacionalista o representacional ha ejercido gran poder a lo largo de la modernidad, desde el siglo XVII con Descartes, Locke y la revolución científica moderna, que ya nadie es tan ingenuo de pensar que aunque nuestra percepción inicial del mundo sea de una manera particular (por ejemplo, geocéntrica), la ciencia no es capaz de construir una imagen del mundo que permita explicar con mayor precisión y exactitud lo que en el mundo acontece (por seguir con el ejemplo, el heliocentrismo). Resultaría excesivamente ingenuo pensar que, aunque vemos que el sol se mueve alrededor de la tierra, sea el sol el que realmente se mueve y que no se trata más bien de un defecto óptico científicamente explicable y subsanable por la ciencia. Con ello y no solo aplicado a la astronomía (aunque el avance en esta disciplina fue paradigmático en dicho momento histórico) tiene lugar un giro que en virtud de su radicalidad ha recibido la calificación de “giro copernicano” (como es bien sabido, este es el modo para referirse al paso del geocentrismo ptolemaico al heliocentrismo copernicano). Conviene destacar que se trata de un giro eminentemente “epistemológico”, pues lo que hay en el trasfondo de un nuevo modo de estar en el mundo es la necesidad de realizar un examen acerca de las condiciones del acceso del ser humano al mundo que le permitan afirmar no solo la creencia de la existencia de dicho mundo, sino que realmente hay un conocimiento de la realidad. Cabe decir que al ser humano le cunde la duda cuando se pregunta acerca de dicho mundo en el que cree habitar. Pero lejos de instalarle esta duda en el escepticismo, dicha duda acaba siendo muy rentable para esa nueva epistemología moderna, ya que dudar acerca de las creencias previas acaba conduciendo a un conocimiento más seguro y demostrado. Pero como consecuencia del protagonismo que adquiere la duda, se establece un hiato estructural entre el mundo que pasa a ser algo “exterior” y mis pensamientos (ideas, impresiones, etc.) que se conciben como lo “interior”. La preferencia acerca de lo “interior” (la interioridad) es una de las claves para comprender el giro epistemológico de la modernidad, así como una persistente duda acerca de la realidad del mundo que vemos, sentimos, tocamos… ideamos. El mundo con independencia del sujeto queda en el “exterior”, en un segundo plano.
Cabría decir que el ser humano ya no se halla únicamente en el mundo, sino que pasa a estar ante el mundo, si se quiere frente al mundo exterior, creándose entre el mundo y él una distancia estructural. Es decir, una distancia que es constitutiva del modo de comprender el mundo y de comprenderse a sí mismo. Aparece el dualismo interior/exterior, adquiriendo la “interioridad” el lugar preferente y en cierto sentido inmune a la crítica, según la deriva subjetivista. Inmune porque el propio sujeto y no el resto de las personas es el que tiene acceso preferente al mundo interior con lo cual lo que otros puedan decir acerca de las vivencias íntimas del propio individuo quedará velado por ese distanciamiento estructural. Se trata de una distancia estructural porque es constitutiva tanto del sí mismo como del mundo. Es decir, el sí mismo se sabe y se constituye a sí mismo con absoluta independencia de ese mundo, un “yo puntual” (solo una cosa que piensa, tal y como reza la célebre fórmula cartesiana). A su vez, con relación al mundo se produce lo que podría caracterizarse como la “mecanización de la imagen del mundo que comenzó gracias a la obra de Galileo” (Dreyfus y Taylor 2016:30), el mundo resultante es un mundo vaciado de significado personal y triunfa la idea científica de un mundo que responde a la imagen de mecanismo.
Más allá de incidir en las diversas versiones de esta imagen mediacional, hay que destacar que esta tradición moderna ha tenido una influencia enorme en la forma de vida de las personas troquelando su actitud ante el mundo, pero también su relación con otras personas. La primacía del individuo y su forma de interactuar con otros individuos marca indeleblemente a las sociedades modernas generando una forma “atomizada” de sociedad. En el fondo mi relación con el otro está mediada por mis propios pensamientos. Efectivamente, la epistemología mediacional ha tenido una importancia decisiva en la configuración de nuestra comprensión cultural y las categorías “a través de las cuales” nos vemos y nos entendemos (o más bien cabría decir nos malentendemos) y también al resto de sociedades, generando una distorsión acerca de qué es lo constitutivo del sujeto y de la sociedad. “De modo que la tradición epistemológica está entrelazada con una cierta noción de libertad y con la dignidad, ligada a nosotros en virtud de aquella” (Taylor 1996:26). Taylor se está refiriendo a que la imagen del sujeto como idealmente desvinculado (disengaged), esto es, como distinto totalmente de los mundos natural y social, ya no puede ser la de definir su identidad en términos de lo que, fuera de sí mismo, descansa en estos mundos. Una concepción puntual del yo que en tanto que libre y racional trata instrumentalmente el mundo social y natural. Esta imagen puntual y desvinculada del individuo que se sitúa como punto arquimédico de la realidad viene acompañada de una comprensión atomista de la sociedad, es decir, como agregado de individuos y no como una totalidad irreductible a la suma de individuos. Como veremos más abajo esta epistemología mediacional es miope para reconocer el espacio a lo genuinamente común, para descubrir el bien irreductiblemente común y el valor de la comunidad en la configuración de las identidades de sus miembros. Reducir el otro a la imagen o idea que yo tengo de él debilita el vínculo originario que me une a él: “La tradición epistemológica está conectada a algunas de las más importantes ideas morales y espirituales de nuestra civilización (y también a algunas de las más controvertidas y cuestionables). Como dice Taylor, desafiarlas significa tarde o temprano atacar la fuerza de esta tradición que mantiene con ellas una compleja relación de mutuo apoyo” (Taylor 1996:27).
En la tradición epistemológica mediacional, la imagen ejerce un poder tan grande en nuestro acceso al mundo de los otros, que se establece un juego de espejos en los que las imágenes de unos y otros se proyectan y multiplican entre sí. Podríamos hablar entonces de la imagen del mundo como imagen. Surge con ello la preocupación acerca de la falta de garantía y de que no se estén generando distorsiones (subjetivas), sesgos, espejismos, o incluso “ídolos”, para emplear la célebre expresión de Francis Bacon. (Precisamente el término “ídolo”, que en castellano ha cobrado connotaciones religiosas significando “imagen de una deidad adorada”, en su origen griego procedente de “eidôlon” contiene la significación de “imagen, reflejo sin realidad”. Esto es precisamente lo que pone de manifiesto Francis Bacon en su tratado Novum Organum cuando caracteriza los cuatro tipos de prejuicios como “ídolos”).
El modelo mediacional de la epistemología moderna de la revolución científica adquirió un gran poder expansivo y llega a nuestros días como la imagen “natural” de estar ante el mundo. Está tan asumida y “naturalizada” que en lo esencial y más básico no se cuestiona dicha imagen “natural” del mundo. O, dicho de otro modo, que nuestro contacto primordial y originario no es con el mundo propiamente, sino con la imagen que tenemos de él que siempre sirve como mediadora (configurando o desfigurando, pero siempre figurando, es decir, generando nuevas figuras). Sin embargo, es crucial que en virtud de la capacidad reflexiva y crítica analicemos si este paradigma epistemológico mediacional o representacional es realmente el más adecuado para explicar el mundo y los aspectos propios de las sociedades humanas. O si, por el contrario, siguiendo a Taylor y Dreyfus, hemos de hacer el esfuerzo por repensar los fondos últimos, acudir al “trasfondo” (background) para sondear qué tipo de epistemología es la más adecuada con vistas a comprender mejor al ser humano, el mundo que habita y las sociedades en la que se desarrolla, teniendo en consideración sus respectivas culturas, sus morales y sus costumbres propias.
Entre los autores que analizan la obra de Taylor desde el punto de vista epistemológico, vemos que Charles W. Lowney (Charles Taylor, Michael Polanyi and the Critique of Modernity) ha destacado la importancia de sondear nuevas concepciones epistemológicas y, en concreto, ha incidido en la ganancia que supone una “mejor epistemología” para el caso de la filosofía moral. Considera la necesidad de reconocer los “presupuestos tácitos en el trasfondo” (tacit background assumptions) para adquirir una comprensión más amplia del mundo, de la actividad humana y de nuestro entramado social. Por su parte, Gaston Souroujon (La propuesta hermenéutica de Charles Taylor) analiza la crítica que Taylor realiza a la posición epistemológica e incide en las consecuencias que tiene para las ciencias sociales (y específicamente para la ciencia política) un tipo de enfoque como el que Taylor propone. De modo similar, también Rudyard Mauricio Loyola (Horizontes compartidos) vinculándolo con el planteamiento de Heidegger en Ser y Tiempo (especialmente el parágrafo 13) repara en la crítica de Taylor a la epistemología moderna y la conexión que existe entre ésta y acuciantes malestares de las sociedades modernas, como son el individualismo, la razón instrumental y la fragmentación política.
En nuestro caso nos interesa recuperar la crítica de Taylor a la epistemología moderna, para ver si en el enfoque alternativo que propone podemos encontrar un mejor modo de acceder a la comprensión y entendimiento de otras culturas. Tal vez buena parte de los malentendidos con otras formas de vida culturalmente diferentes radiquen en un tipo de epistemología deficiente que ha de ser repensada y analizada a la luz de nuevas claves epistemológicas, en las que los trasfondos u horizontes culturales cobran enorme relevancia: “Lo que nunca sería capaz de entender un observador persa, ni Hobbes [según sus ejemplos de entender las prácticas de otras sociedades culturalmente diferenciadas], es que ‘igual’, ‘libre’ y otros términos como ‘ciudadano’, definen un horizonte de valor. Son palabras que articulan la sensibilidad de los ciudadanos sobre estándares inherentes a ese ideal y modo de vida. Estas articulaciones son constitutivas de su modo de vida y por eso mismo esta no resulta comprensible si no se entienden primero aquellos términos. Pero a la vez tampoco podemos entender esos términos [constitutivos de las formas de vida de otras culturas] sin entender la sensibilidad que ayudan a articular. No se pueden entender de un modo representacional, como si fueran descripciones de una realidad independiente, es decir, como predicados que ‘corresponden’ o no a determinados objetos que tiene una existencia independiente” (Dreyfus y Taylor 2016:203, cursiva añadida).
Crítica al modelo representacional de ciencia y limitaciones de la concepción del mundo como “imagen”
La epistemología moderna se encuentra ante un dilema a la hora de explicar la experiencia, porque la concibe como una simple manera de captar información sobre el mundo, a modo de inputs que se reciben de modo pasivo por el sujeto y en el que receptividad y espontaneidad quedan escindidos como dos procesos independientes. Por un lado, la receptividad es la captación de información de un mundo concebido causalmente según las leyes descubiertas por la ciencia posgalileana y es esta información (entendida como ideas, impresiones, representaciones, según la tradición epistemológica moderna) la que constituyen los “datos” de los que se parte, esto es, “lo dado”, lo puramente dado. Lo cual ha sido criticado por diversos autores como “el mito de lo dado”, algo que se repite de modo diverso a lo largo de la epistemología moderna. Por ejemplo, en la epistemología empirista lo dado son las “ideas”, que luego recibirán el nombre de “impresiones”, como lo puramente dado al sujeto de conocimiento que las recibe pasivamente.
“La percepción entendida como un proceso de naturaleza material se concebía mejor como una impresión producida en la mente por la realidad circundante. Como más tarde indicó Locke, ‘en nosotros se producen las ideas (…) por la operación de partículas insensibles sobre nuestros sentidos’. Desde esta perspectiva, la idea constituye el primer efecto de la afección de la mente, anterior a las asociaciones que después ella misma elabora. Es, pues, lo que la mente recibe pura y pasivamente, la ‘impresión’ causada por ella, por emplear la expresión utilizada por Hume más tarde. En palabras de Locke: ‘a este respecto el entendimiento es meramente pasivo, y no está en su poder tener o no tener esos rudimentos, o, como quien dice, esos materiales de conocimiento’” (Dreyfus y Taylor 2016:30).
Por otro lado, escindido de la receptividad, queda el razonamiento en sus múltiples formas como una actividad espontánea que depende exclusivamente del propio individuo y, por lo tanto, es subjetiva y está expuesta a una libertad ilimitada, desvinculada del mundo causal de las leyes físicas. Esta desvinculación y separación de ambos procesos (receptividad y espontaneidad; idea y razonamiento; causas y razones; objetivo y subjetivo) conduce a la “problemática propia de la idea de límite o frontera” (Dreyfus y Taylor 2016:61). ¿Dónde quedan, por ejemplo, aquellos fenómenos que se encuentran participando tanto de la naturaleza como de la libertad? ¿Cómo combinar lo dado de la información recibida con el papel activo de la comprensión de cada cual? ¿Realmente la experiencia humana se deja explicar o, mejor dicho, se puede entender con esta imagen desvinculada del mundo y el agente?
“En el fondo, el problema radica en la pretensión de explicar la experiencia como si fuera una simple manera de captar información sobre el mundo. Porque, por un lado, tenemos que recibir información, es decir, somos seres pasivos. Pero, por otro, hemos de “entender” esa información, esto es, desempeñar un papel activo. ¿Cómo se pueden combinar ambas perspectivas? Es un dilema tristemente célebre en la tradición filosófica moderna tal y como ha sido definido por su epistemología. Está claro que algunos pensadores clásicos no cuentan con una teoría adecuada de la experiencia. Leibniz terminó negándola y propuso una imagen de mundo presente en su totalidad dentro de la mónada. Hume, por su parte, presumiendo de empirista, se decantó por el otro extremo y afirmó que todo conocimiento provenía de la experiencia, pero a costa de renunciar completamente a la dimensión activa” (Dreyfus y Taylor 2016:62).
El cargo contra la imagen epistemológica que desvincula la receptividad de la espontaneidad, la mente del mundo, el agente de la realidad, se basa en un tipo de argumentación que pone de manifiesto las condiciones de posibilidad que dan sentido a la experiencia. Tal y como destaca Emma Williams en su crítica al “exceso epistemológico” de W. Siegel y basándose en el planteamiento de Taylor, es importante destacar que “condiciones de posibilidad” no es equivalente a “causas que permiten tomar por garantizadas nuestras representaciones” (Williams 2015:149). Inaugura esta línea de argumentación Immanuel Kant en la “deducción trascendental” de su Crítica de la razón pura, pero la prosiguen sus más importantes críticos de la concepción desvinculada (entre ellos los propios “metacríticos” del “purismo” de la crítica kantiana, empezando por Hamann y por Herder). “Trascendental”, “metacrítico”, “dialéctico”, u “holista” son diversas formas de denominar este tipo de argumentos. Lo importante para los objetivos de nuestro ensayo es incidir en aquello en lo que repara esta línea de argumentación y cómo contribuye a rebatir la imagen mediacional o concepción representacional de la epistemología moderna.
La concepción del mundo como imagen desvinculada de la realidad no tiene en cuenta que nuestra comprensión del mundo no puede ser completamente representacional. Porque, en primer lugar, aunque es cierto que dicha comprensión implica representaciones, sin embargo, estas no agotan todo nuestro saber ni constituyen su elemento más importante. El elemento de la representación sería un elemento derivado de la epistemología, pero nunca el origen ni fundamento que da lugar a nuestro contacto con el mundo, que es previo a la gestación de las representaciones y se asienta sobre aspectos de trasfondo que a menudo quedan tácitos y trascienden la representación resultante.
Pero, en segundo lugar, las limitaciones de la concepción del mundo como imagen desvinculada de la realidad incurre en un atomismo y monologismo que es miope a cómo se gesta dicha comprensión desde la urdimbre de interlocución compartida con otros miembros de la misma comunidad. ¿Acaso sería posible llegar a un entendimiento compartido si lo que define las ideas es el rasgo monológico de aquel que las tiene en su mente? Para el monologismo referirse a las ideas del otro no consigue escapar al juego de espejos que se multiplican: “yo entiendo que tú entiendes que yo entiendo…”, pero sin llegar propiamente al espacio común, que es condición de posibilidad de la comprensión y el entendimiento mutuo. El monologismo es incapaz de dar cuenta del espacio común en el que se gesta la conversación. Y como es sabido el diálogo no es ‘dos monólogos solapados’, sino un auténtico intercambio en el que tiene lugar el entendimiento mutuo. El monologismo hace difícil entender. Por lo tanto, dicha imagen mediacional del mundo no consigue reparar en las condiciones de posibilidad de su propia comprensión del mundo y que entre dos personas o más pueda existir un entendimiento mutuo: “Es fútil y perversamente equivocado intentar definir la comprensión común o mutua como un compuesto de estados individuales. El hecho de tener una comprensión común acerca de algo es distinto de la comprensión que yo tengo de ello más tu comprensión más, quizás, mi conocimiento de que tú comprendes, y el tuyo de que yo entiendo; tampoco ayuda añadir más niveles: por ejemplo, que yo sé que tú sabes que yo entiendo” (Taylor 1997:189).
Para que se vea más claro en qué medida la imagen mediacional no repara en las condiciones de posibilidad de su propia imagen del mundo, podemos acudir a la fenomenología hermenéutica de Martin Heidegger, Maurice Merleau-Ponty y Hans-Georg Gadamer. La clave de la argumentación reformulada por Taylor y Dreyfus radica en recalar en el trasfondo como condición de posibilidad y sentido de todo tipo de imagen del mundo que se tenga. Pues también la imagen desvinculada del mundo, aunque no repare en ello, depende de un trasfondo explicativo que le confiere su sentido y validez. Al poner en evidencia el trasfondo, se repara en que dicho trasfondo no permite estar a su vez sometido a las exigencias que la concepción desvinculada prescribe. Es decir, la imagen desvinculada prescribe la desconexión con el mundo y la circunscripción de las representaciones a la mente del individuo. Pero dichas representaciones solo cobran sentido en el marco explicativo de una receptividad causalmente entendida. Restablecer el vínculo constitutivo de la imagen con el trasfondo que le dota de sentido desbarata las pretensiones de las teorías desvinculadas de que lo que hay son o datos puramente dados o, en el otro extremo, ideas subjetivas, arbitrarias, libres de todo vínculo con la realidad. De modo que la pretendida desvinculación solo es parcial y situar los datos puramente dados en dicho trasfondo como “espacio desvinculado” o “desde ninguna parte” es un modo de limitar la pretensión de que dicha concepción desvinculada sea la única y el fundamento último de la realidad. La clave, por lo tanto, es reparar en el trasfondo que da sentido y validez a dicha concepción representacional. Por lo tanto, las representaciones son válidas en su contexto determinado, pero no todo saber que es relevante considerar en función del contexto y la forma de vida particular es reducible a la representación, sino que hay otros aspectos en los que hay que reparar para que aquellos cobren su sentido y queden bien localizados. Y esto último es lo que impide ver con claridad la concepción mediacional de ciencia.
El argumento holista y la teoría del contacto con la realidad
Uno de los rasgos más característico de la epistemología moderna clásica es el atomismo de los datos (ideas, impresiones, representaciones). El argumento trascendental de Kant repara en que las “impresiones sensibles” no pueden ser concebidas como algo “puramente” dado y desconectadas entre sí. Si así fuera solo estaríamos ante un “juego ciego de representaciones”. El sujeto de la experiencia es el que sirve de unidad de “apercepción trascendental”. De modo que la experiencia de las impresiones solo es posible en ese marco en el que el yo y el mundo se unen. Dreyfus y Taylor destacan que la argumentación kantiana nos pone sobre la pista de la necesidad de comprender el trasfondo de las condiciones de inteligibilidad y “destruye el atomismo de la epistemología moderna […] descosifica nuestra concepción del agente del saber [y] tiene una naturaleza holística” (Dreyfus y Taylor 2016:69). Se sustituye la exigencia de que los elementos de análisis hayan de presentarse de modo explícito, claro, distinto e independiente y se repara en la necesidad de que se vinculen con el trasfondo en el que dichos elementos o representaciones se integran. Este es el término clave, “trasfondo” (background), que funciona como un subsuelo (underground) en tanto que subyace y en parte sostiene el suelo que vemos y pisamos, porque la comprensión no se agota en la dimensión proposicional ni conceptual. Hay un saber implícito incrustado en todo aquello que enunciamos de manera explícita.
En segundo lugar, más allá del uso teórico de la razón pura, en Kant no solo se trata de rechazar el atomismo de los inputs, sino de impugnar que el input originario es un elemento neutral y que es posteriormente cuando el agente le atribuye determinados significados. Pues según la teoría del contacto o agente encarnado, es un error fundamental pensar que primero percibimos las cosas de modo neutral y solo después proyectamos sobre ella determinados significados. Es el mundo el que se nos revela en la experiencia con ciertos significados y lo originario no es la desvinculación con el mundo, sino el trasfondo de una manera de estar en el mundo con el que estamos conectados. Al decir “originario” (ürsprunglich, según el término empleado por Heidegger) hay que entender no solo ‘anterior en el tiempo’, sino también condición de posibilidad y sentido de lo que a ella sigue y a lo que modifica. Es decir, “que para que la actitud desvinculada frente a las cosas resulte inteligible ha de estar integrada en una actitud de constante encuadre hacia el mundo que es antitética a la primera [actitud desvinculada]” (Dreyfus y Taylor 2016:71).
Un tercer paso en la dirección de la teoría del contacto es el que se modula en la forma del agente encarnado, tal y como lo presenta Maurice Merleau-Ponty. Porque no se trata únicamente de localizar la posición de desvinculación personal con el mundo en marcos de explicación científica desde los que cobra sentido. La primacía del agente encarnado radica en que la actitud de contacto personal con el mundo es más fundamental e indispensable para la vida humana. La explicación neutral y aséptica, libre de valor de la actitud desvinculada, solo es un derivado y por lo tanto posterior, que cobra sentido y validez en un marco determinado. Pero en lo constitutivo de nuestro desarrollo humano es clave reconocer esta conexión fundamental entre la persona y el mundo.
La teoría del contacto del agente encarnado habilita un contacto más profundo con la realidad. No queda reducida a imágenes, descripciones o atribuciones de sentido. La realidad cobra luz y profundidad al concebir el holismo del trasfondo que ya actúa y sostiene nuestra comprensión del mundo. De modo que las creencias no se justifican con otras creencias, ni los enunciados con otros enunciados. Por el contrario, hay un vínculo inextricable con la realidad que hace que todo conocimiento remita a un mundo, irreductible a representaciones e imágenes. Ese mundo está compuesto no solo por ideas mentales, enunciados o creencias, sino por “destrezas epistemológicas” que dependen del contexto. Por lo tanto, el cuerpo no es un elemento más, susceptible de ser reducido a idea o creencia, sino que es el que posibilita el acceso del agente encarnado al mundo. Por así decir, el saber del agente está incrustado en su propio cuerpo, su saber no es posible sin su cuerpo y el cuerpo mantiene un saber que no puede ser exclusivamente reducido a lo conceptual. Más allá de la intención del agente, hay una intencionalidad de trasfondo, más básica que la conceptual y que sigue operando a través del cuerpo, situando al agente en un espacio y tiempo y actuando desde un cuerpo determinado.
Una epistemología del agente encarnado en la cultura
Recapitulando, habría que conceder que dentro del paradigma epistemológico moderno de la revolución científica la visión desvinculada permite dar una explicación determinada que tiene la pretensión de objetividad y neutralidad. Este paradigma científico concibe la epistemología desvinculada del mundo. Pero como hemos visto esta visión no resiste a las críticas del argumento trascendental acerca del holismo del significado, que conecta los significados con los propios agentes encarnados y con el mundo que habitan. Los presupuestos atomistas son incapaces de articular adecuadamente el significado de las prácticas culturales de determinadas sociedades. Por ello si lo que deseamos entender son las prácticas culturales de otras sociedades, la visión desvinculada fracasa porque su epistemología es incapaz de reconocer que las prácticas culturales tienen significados determinados por todo un trasfondo compartido de inteligibilidad y este trasfondo es irreductible al atomismo de datos aislados y al monologismo incapaz de dar cuenta del espacio común para una comprensión compartida.
La fenomenología merleau-pontiana, con su particular énfasis en el cuerpo, representa una ayuda considerable para la elaboración de una epistemología alternativa. Abordando el agente desde su encarnación sustancial en su entorno natural, cultural y moral, la teoría del contacto constituye un baluarte sólido contra la visión desvinculada del sujeto subyacente a la epistemología representacional. La constatación de la urgencia de volver a los fenómenos, a la vivencia y a la experiencia concreta de los sujetos humanos llevó a Merleau-Ponty a reelaborar la epistemología según una perspectiva contextualizada y arraigada en la vida. Negándose a aprehender el mundo como objeto independiente de los agentes que lo perciben, a reducirlo a un elemento analizable en términos positivistas, su filosofía considera el cuerpo como un componente epistemológico valioso e imprescindible. El rasgo esencial del “ser del mundo” (être-au-monde) reside en la encarnación corporal de los agentes en el mundo. Al definir el cuerpo como medio de conocimiento por excelencia, rebate la epistemología moderna por sustentarse sobre presupuestos inconsistentes. Pretende así liberarse de todos los dualismos conllevados por la epistemología mediacional gracias a la teoría del contacto cuya finalidad reside en revelar el carácter encarnado del conocimiento (embedded knowing): “Esto debería arruinar por completo la interpretación representacional. Nuestra comprensión de las cosas no es algo que está en nosotros, contra el mundo; radica en la forma en que estamos en contacto con el mundo” (Taylor 2005:38).
Las referencias a Merleau-Ponty, escasas en las primeras obras de Charles Taylor, cobran fuerza en sus escritos posteriores hasta revestir una importancia especial en su último libro. Es en el ámbito de la epistemología que el autor quebequense se inspira especialmente en el fenomenólogo francés. Antes de la publicación de Recuperar el realismo, las premisas de la influencia de la fenomenología merleau-pontianna se pueden rastrear en el artículo “Merleau-Ponty and the epistemological picture” publicada por Charles Taylor en 2005, en ocasión de una monografía colectiva dedicada al autor. Además de demostrar un conocimiento profundo de la obra de Merleau-Ponty, dicho artículo pone en relieve las afinidades entre los dos filósofos y evidencia la ascendencia merleau-pontiana del planteamiento filosófico de Charles Taylor. En la línea de Merleau-Ponty, el argumento holista que introduce Charles Taylor radica en la comprensión encarnada del agente humano, que sirve para erradicar definitivamente el atomismo epistemológico. El sujeto no conoce el mundo según una perspectiva “desde ninguna parte” (Dreyfus y Taylor 2016:157), sino que su encarnación corporal lo sitúa dentro de un marco referencial insoslayable: “El holismo que estoy invocando [...] socava completamente el atomismo del input porque la naturaleza de cualquier elemento dado está determinada por su ‘significado’ (Sinn, sens), que solo puede definirse colocándolo en un todo más grande; y aún más, porque el todo más grande no es solo una agregación de tales elementos” (Taylor 2005:31).
El conocimiento no se logra mediante la suma de las informaciones explícitas y separadas entre sí que el hombre recibiría pasivamente a la manera de inputs, sino que el "todo que les permite tener el sentido que tienen es un ‘mundo’, un lugar de entendimiento compartido organizado por la práctica social" (Taylor 2005:31). El argumento trascendental implica el reconocimiento de la existencia de un trasfondo de significaciones culturales mediante el cual el sujeto de conocimiento se abre al mundo. Frente a la perspectiva desvinculada y atomizada de la ciencia moderna, Taylor admite el vínculo originario, ese contacto que el agente mantiene desde su nacimiento con un mundo dotado de sentido (sens). La articulación lingüística y las valoraciones axiológicas subyacentes a su comunidad cultural constituyen para el sujeto el “todo más grande” que evocaba Taylor. Se trata de “una comprensión de lo que es importante en la vida, un trasfondo que posibilita que las cosas se manifiesten y adquieran un significado espiritual, moral y ético” (Dreyfus y Taylor 2016:183). Dichos trasfondos u horizontes de significación son anteriores y trascendentes al sujeto, al tiempo que influyen fuertemente en su aprehensión del mundo y definición del bien. Su comprensión del mundo está entonces siempre ya conformada, tanto por la posición corporal que ocupa en el mundo físico como por el trasfondo lingüístico y moral que le incumbe: “[N]uestra comprensión del mundo, primero y antes que nada, se conforma de un modo compartido y […] sólo después, secundariamente, es individual, una vez que el hombre ha sido ya introducido en el lenguaje y la cultura de una sociedad. Individualmente podemos llevar a cabo aportaciones o promover cambios, pero estos siempre estarán referidos a algo que en su origen es un depósito común previamente” (Dreyfus y Taylor 2016:60).
El depósito de significaciones sirve de fundamento para nuestras comprensiones compartidas y conductas cotidianas. El conjunto de las significaciones disponibles en una cultura traza los contornos del universo de sentido (univers de sens) dentro del cual nacen y se desarrollan los seres encarnados. Merleau-Ponty evoca el proceso por el cual las significaciones se acumulan y preservan en una entidad cultural en términos de “sedimentación” (sédimentation). Tal sedimentación asegura la perennidad de las significaciones culturales y al mismo tiempo facilita la comunicación y el dialogo interpersonal. De este modo, “la sedimentación de la cultura […] otorga a nuestros gestos y a nuestras palabras un fondo común evidente” (Merleau-Ponty 1969:195). Reuniendo todos los significados de una comunidad lingüística, la sedimentación representa el trasfondo necesario para comprender adecuadamente la vida humana en toda su significación. La verdad no se capta sin este trasfondo latente y quien pretenda conocer a los seres humanos debe por consiguiente efectuar un trabajo hermenéutico, convertirse en arqueólogo de los significados sedimentados en la historia. Correlativamente, por lo que concierne a las ciencias sociales, una epistemología adecuada no puede prescindir de este componente cultural. La realidad de tal fondo de inteligibilidad común exige por tanto la adopción de una perspectiva epistemológica que reconozca la encarnación imprescindible del sujeto en su contexto histórico y cultural. Como la vivencia humana, la epistemología también debe ser encarnada.
Queda entonces claro como la teoría del contacto ofrece argumentos válidos tanto para refutar la primacía de la representación, como la visión atomista e individualista vehiculada por las teorías monológicas de la mente. En suma, “esta imagen del trasfondo (background) descarta lo que uno podría llamar una imagen representativa o mediacional de nuestra comprensión del mundo” (Taylor 2005:32). Puesto que nuestra experiencia y pensamientos se nos ofrecen en un primer tiempo de manera encarnada, es patente la existencia de un “nivel de contacto epistémico con el mundo más profundo que el conceptual” (Dreyfus y Taylor 2016:126). No hay pues que equivocarse sobre su orden de procedencia y prelación: el modo vinculado es “anterior y general” al modo desvinculado. En efecto, “partimos siempre de él y es necesario como fundamento del modo desvinculado” (Dreyfus y Taylor 2016:124). Del mismo modo: “La incrustación resulta inevitable y lo es en un sentido más importante: todo ejercicio de pensamiento conceptual o reflexivo tiene contenido si está situado en el contexto de ese trasfondo de comprensión que subyace y se elabora gracias al afrontamiento cotidiano” (Dreyfus y Taylor 2016:99).
Mediante esa inversión de prioridad de sus presupuestos (el pensamiento conceptual y reflexivo son derivados de nuestro contacto original y significativo con el mundo), Taylor consigue deconstruir la concepción mediacional en favor de una teoría encarnada del conocimiento. El primer paso hacia el establecimiento de un nuevo modelo de epistemología reside, por lo tanto, en la sustitución de “la imagen mediacional por la del contacto” (Dreyfus y Taylor 2016:158).
La epistemología encarnada de Charles Taylor como baluarte ante el etnocentrismo y el relativismo
El anhelo de dar adecuadamente cuenta de las vivencias humanas, de reconocer la importancia del trasfondo cultural en la construcción de la identidad propia, requiere un modelo epistemológico realista que admita, sin embargo, una comprensión hermenéutica del sujeto. La reapropiación de la teoría del contacto lleva así a Charles Taylor a defender una postura epistemológica realista y hermenéutica que califica de “realismo robusto y plural” (Dreyfus y Taylor 2016:271).
El realismo representa la herramienta principal con la que pretende combatir la epistemología representacional. Frente a la imagen mediacional introducida por Descartes, que conllevó una separación radical dentro/fuera, es decir, entre lo interno/externo, lo mental/lo físico, Charles Taylor reafirma el vínculo esencial entre ambos. Su realismo no rechaza en absoluto la validez de las ciencias naturales, que incluso aportan a su juicio un conocimiento válido sobre nuestro entorno natural. Se trata aquí de un realismo en su sentido estricto, que postula la existencia y la realidad innegable del mundo físico, que seguramente tiene “propiedades esenciales” (Dreyfus y Taylor 2016:231). Pero, el realismo de Taylor no se queda en lo que las ciencias de la naturaleza puedan decir del mundo, sino que de modo más radical ahonda en la diversidad de cosmovisiones propias de cada cosmovisión cultural. El lenguaje con el que comprendemos el mundo está culturalmente configurado y los significados no pueden ser captados sino a partir de dichos trasfondos culturales. Por ello, para calificar el realismo de Taylor, junto con el sustantivo “realismo” hay que añadir el adjetivo “plural”, pues ese realismo se vuelve primeramente objeto de investigación hermenéutica, dado que los seres humanos se relacionan originariamente con su entorno de manera significativa. Mediante el lenguaje en su sentido holista (que incluye la semántica, pero también los gestos, los mitos, el arte) el hombre interpreta, articula y revela el mundo de una manera peculiar. Lo cual implica que existan diversas maneras de acceder a la realidad. En contacto con el entorno fenoménico, los agentes dotan al mundo de sentido, de valoraciones morales, lingüísticamente establecidas y transmitidas. Se construyen de este modo una identidad cultural común. En definitiva, al procurar reconocer y recuperar el realismo de la diversidad cultural, dando con ello lugar a un realismo pluralista o pluralidad real, supera el del realismo clásico, pero también el solipsismo cultural.
Efectivamente, el realismo es clave a la hora de entender su teoría del encuentro intercultural. Si existe una comunicación intercultural, es porque las diversas culturas se refieren a un mundo común. Nuestra condición esencial de agentes encarnados en el mundo posibilita que las diferentes interpretaciones puedan comunicarse y ser entendidas por diversas culturas. Es “en virtud de este contacto con un mundo común que siempre tenemos algo que decirnos unos a otros, algo a lo que apuntar en las disputas sobre la realidad” (Taylor 2005:40). Cada cultura es fruto de una articulación intersubjetiva del mundo, que tienen algo valioso que decir sobre él, y sobre lo humano. Ampliando el realismo a la moral y a los asuntos humanos en general, Charles Taylor extiende igualmente el alcance de la verdad: siempre que aprendemos algo de los demás, descubrimos otra posibilidad humana, es decir otro modo de concebir y de vivir la humanidad. Todavía más, el realismo es la condición sustancial para que haya una posibilidad de corrección y ampliación moral.
Si eliminamos uno de los dos términos, a saber, si negamos el realismo, o si rechazamos el pluralismo, la interculturalidad pierde el interés que Taylor le confiere. Si solo admitimos el realismo fisicalista (a saber, la existencia de un mundo físico analizable en lenguaje matemático o positivista) vaciamos la humanidad de su sentido axiológico. El ser humano se vuelve un objeto de estudio científico, donde la pluralidad de interpretaciones no tiene razón de ser, o, al menos no tiene interés filosófico. Caemos en este caso en el modelo cientificista, que realiza proyecciones etnocéntricas sobre el mundo natural. Toda cosmovisión naturalista tiene presupuestos culturales que desde el punto de vista de “las fuentes morales” se revelan más claramente. De hecho, el tema del naturalismo encubierto de etnocentrismo es uno de los temas principales de su obra. Al contrario, si por salvar el valor de la pluralidad cultural sacrificamos el realismo, entonces, no puede haber criterio para una evaluación intercultural. Si nada es cierto, toda interpretación del mundo es igualmente valiosa. En tal caso, la verdad se halla en cualquiera moral y la interculturalidad no es más que la suma de sus diferentes manifestaciones. El peligro de ese modelo reside desde luego en el relativismo que le subyace. La teoría del contacto, junto con el argumento holista de la cultura, sirven de esta manera para evitar no solo el etnocentrismo sino también el relativismo.
En último lugar, su propuesta de un realismo plural permite escapar definitivamente al solipsismo cultural y a los comunitarismos excluyentes que aíslan y encierran a las culturas sobre sí mismas, en tanto que abre el camino a un dialogo intercultural que posibilite la autocorrección moral de los sujetos encarnados: “[L]a visión del agente como ser-en-el-mundo tiene espacio para una distinción entre la realidad y nuestra comprensión de ella; invocamos esta distinción cada vez que a sabiendas corregimos nuestra visión de las cosas. Puede distinguir entre diferentes ‘tomas’ culturales mutuamente intraducibles de la realidad, pero no puede permitir que estas sean insuperables o ineludibles” (Taylor 2005:40).
Para otorgar un valor real a la interculturalidad, no podemos entonces prescindir de ambas condiciones epistemológicas, no se puede rechazar el realismo, pero tampoco el pluralismo. Entonces, observamos que Taylor corrige el monologismo moderno considerando a los seres humanos desde su doble encarnación: a la vez en su entorno natural, y en su marco de referencia cultural y moral. Ampliando el realismo al ámbito de la pluralidad, comprueba la posibilidad de una comunicación y perfeccionamiento intercultural. Por la comunicación y el diálogo entre las culturas, descubrimos unas constantes de lo humano que revelan una verdad universal acerca de la condición humana. Para superar las tesis de incorregibilidad moral, hace falta tener un criterio de evaluación de aquellas, que, precisamente propicie el realismo. Así, queda de manifiesto la existencia de unos rasgos innegables de la humanidad, que, desde el realismo exigen su cumplimiento, como lo son el respeto de la persona humana, o, más generalmente los derechos humanos. Gracias a una auténtica interculturalidad, podremos emprender la construcción de un mundo común dentro de un marco moral ampliado, que reconoce empero unos valores imprescindibles, cuya negación equivaldría a negar la verdad de lo humano y actuar, correlativamente, de manera inhumana. Pero esto ha de ser objeto de una segunda parte de este artículo, donde quedará más desarrollado el modo como tiene lugar el encuentro intercultural.
Conclusión
La epistemología moderna basada en la imagen mediacional es deficiente para comprender adecuadamente cómo viven las personas y los significados que las cosas tienen para ellos en sus contextos socioculturales. El principal cargo que Taylor levanta contra dicha epistemología es que desatiende los trasfondos de significados compartidos por los agentes y considera que dichas concepciones no son más que interpretaciones o ideas desconectadas de la realidad. Esta epistemología mediacional concibe al sujeto cognoscente de modo desvinculado de su propio mundo, dejando en un segundo plano el vínculo que une a dicho sujeto con su situación en concreto.
El enfoque que propone Charles Taylor implica repensar la epistemología en toda su radicalidad, hasta el punto de restablecer el vínculo originario del sujeto con la realidad. Desde este, el conocimiento no se entiende de modo restrictivo a partir de “datos puramente dados” (lo objetivo) ajeno a toda interpretación (que cae del lado de lo subjetivo), sino enmarcado en la capacidad del ser humano de acceder el mundo, en su saberse agente, lo que denomina “conocimiento de agente”. La base de dicho conocimiento no es “puro dato”, sino una realidad que solo puede captarse de modo tentativo en perspectiva y siempre en el marco de un trasfondo u horizonte. Una epistemología que no da un lugar preeminente a las representaciones, desterrando al cuerpo entre aquellas cosas de las que no puedo estar seguro (como paradigmáticamente hiciera Descartes y como más recientemente reformula la hipótesis de cerebros en una cubeta). Esta nueva forma de epistemología encarnada resulta de recuperar el realismo hermenéutico y concebir que el cuerpo, por un lado, y también la cultura, por otro, son parte de nuestro conocimiento del mundo, es decir, que tanto nuestro cuerpo como la cultura nos configuran y nos permite acceder al mundo que habitamos. Porque el conocimiento desvinculado del cuerpo y de la cultura ocluye los rasgos más característicos de las sociedades humanas.
El análisis de Charles Taylor incide en la necesidad de un nuevo modelo de epistemología en el que a tenor del argumento trascendental adquieren relevancia el agente encarnado y los trasfondos de significados culturales. Pues son esos trasfondos de significados sedimentados en la cultura los que permiten enmarcar adecuadamente las prácticas en sus respectivos contextos. Finalmente, el argumento holista de la cultura en Charles Taylor no solo evita el etnocentrismo, sino también el solipsismo cultural, abriendo el camino a una convivencia intercultural fecunda.
Resumen
Introducción. Necesidad de repensar, analizar y mejorar la epistemología para las ciencias sociales
Crítica al modelo representacional de ciencia y limitaciones de la concepción del mundo como “imagen”
El argumento holista y la teoría del contacto con la realidad
Una epistemología del agente encarnado en la cultura
La epistemología encarnada de Charles Taylor como baluarte ante el etnocentrismo y el relativismo
Conclusión